Pero no una musa cualquiera de peana y pantalla plana, de pies de barrio bajo, famosa por sus gritos televisivos. Quiero ser una harpía con piel de ángel y voz de sirena, una fuerza irresistible de la naturaleza, una moira empática, labradora de artistas perdidos. Pero no encuentro plaza por el INEM.
Atención: No confundir musa con diva, es como tomar una piedra de río por diamante. La diva se cree divina, la musa lo es. Partiendo de la base de que todos somos hijos de Dios, divina ya soy. Así que como ninfa inspiradora, tengo el 50% ganado. Aún así, la carrera de musóloga me parece difícil y no apta para todas las mujeres públicas (es decir, las que se publican).
Lo más cerca que he estado de ser una diosa de las artes fue en Florencia cuando contemplando en la Galería Uffizi El nacimiento de Venus, obra maestra de Sandro Botticelli, mi marido me susurró al oído: «Tu cuerpo es como el de ella»… Ayyyyy, qué mal me sentó. Barrigona, muslona, tetas de 85… ¡Soy un molde desproporcionado del siglo XV, apto para inspirar un burlesque!
Podría haber sido peor. Lo hubiera matado de compararme con la Venus de Urbino (que parece preñada de 4 meses), con cualquiera de las tres (des) Gracias de Rubens o con una de las rollizas de Botero, quien afirmaba a voz en cuello: «Yo no he pintado una gorda en mi vida». Sin embargo, Simonetta Vespucci fue todo un personaje. Sólo vivió 23 años, tiempo más que suficiente para ser glorificada en la plenitud de su juventud, no sólo por su amantísimo Botticelli, enterrado a sus pies en la Iglesia franciscana de Ognisanti en Florencia, sino por Piero di Cosimo como Cleopatra y por Ghirlandaio en la Madonna de la Misericordia. Sospecho que fue una mujer liberal en lo sexual, pues en esa época una señora casada y decente enseñando todo lo rubio, no creo que fuera socialmente aprobado, ni siquiera en el renacimiento más platónico.
De todas formas, no es esa la musa que desearía ser, entre otras cosas porque de bella tengo poco, de joven menos y de platónica sólo me quedan los ojos cuando me asusto. Sólo aspiro a ser una musa activa, sopladora de ideas nuevas a oídos atentos y perspicaces, a hombres que saben lo que vale una mujer, más que una misa y que L’oreal. Quiero ser lo que George Sands para Chopin, Frida Kahlo para Rivera o Zelda Fitzgerald para Francis Scott. No quiero ser una Alma Maller, ni una Yoko Ono, mucho menos una Gala de Dali. Amantes corrosivas, algunas beldades, otras feas como diablesas, con instinto destructivo y loca sexualidad recubierta de intelectualidad.
Ya que mi talento no me da para ser Dorothy Parker, ni Susan Sontag o Ana María Matute, sueño con caerme por una agujero de gusano en el Londres victoriano y acabar en los brazos de los Prerrafaelitas, artistas fascinados por las leyendas, la Edad Media y el romanticismo.
Sus musas eran sus esposas y amantes, la mayoría de ellas no sólo bellas sino artistas y poetas. Envidio a Elizabeth Siddal, mujer suicida de Rosetti, a Jane Burden, anodina muchacha de los bajos fondos que enamoró a William Morris, y a Julia Prinsep Jackson, madre de Virginia Woolf y esposa del escritor Leslie Stephen.
Ay, qué feliz sería yo, dioses olímpicos, si consiguiera inspirar a otros lo que yo misma no soy capaz de inspirarme. Me conformo con ser la chispa vital de cualquier cosa: una calcomanía, un garabato, una caja de cereales a lo Warhol. Incluso una cagada enlatada como las del Modern Tate. Prefiero ser una pieza de museo a ser simplemente una «buena pieza». Si alguien por ahí, busca una musa a tiempo parcial, me ofrezco encantada. A cambio sólo pido la inmortalidad.