No tengo depresión: soy así (Parte I)

Llevo años con sufriendo depresión crónica, esa que vino para quedarse y sólo te deja tranquila cuando le das su pastilla. Pero todos estos años de experiencia depresiva e introspección autoanalítica me han convencido de un hecho irrefutable: No tengo depresión. Soy así

Desde la primera regla, la depresión es mi compañera de juegos… salvajes. Me pasé la adolescencia debatiéndome entre la histeria y el mutismo, pasando de la euforia grupal a la fobia social en un mismo día.
A los 13 años mi madre sugirió llevarme a un psicólogo pero me negué rotundamente: un desconocido no iba a hurgar en mi tierno cerebro como un doctor Frankenstein fascinado por la monstruosidad de mi neocórtex. Así que pasé como pude la pubertad, encerrada leyendo todo lo que tenía a mano y descubriendo los tormentos psicológicos de Nietzsche, Kafka, Herman Hesse y Unamuno (entre otros) que no hicieron sino alimentar mi ciclotimia incipiente.
Con ese bagaje intelectual y la fuerza bruta de mi juventud campando a sus anchas, llegué a la universidad.

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Fueron años de desmelene y me lo pasé bomba: en vez de fármacos, hubo alcohol a granel que funcionó la mar de bien en mis periodos de desasosiego y melancolía. Vivía de noche y dormía de día, no iba a la facultad (aún así me licencié en los 5 años de rigor) y estaba seca de tanta marcha, discoteca y malabuena vida. Era muy consciente de que ese periodo era breve y lo exprimí al máximo. No quería reintegrarme a la vida real pues no me interesaba nada lo que se proyectaba para mí: filóloga hispánica abocada a dar clases de secundaria a descerebrados en un instituto gallego hasta jubilarme. ¡Pesadilla a ojos abiertos! Ni me gustaba dar clases ni vivir en Galicia. Me ahogan las capitales de provincia, mucho más los pueblos, y la literatura era para mí una válvula de escape, no materia de enseñanza para tarugos.
Deseando vivir en la Tierra Media de elfas en transparencias y escaparme de la Galia Ibérica, hice varios cursos de doctorado en Literatura por la UNED de Madrid y un Máster de Guiones en Barcelona.

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Me encanta estudiar pues es una actividad privada y solitaria, pero al encontrarme en la necesidad de ganarme la vida en una metrópolis (Barcelona) donde no tenía familia y pocos amigos, mi cerebro entró en cortocircuito: la sociedad me abrumaba, la gente me aburría, el alcohol me confortaba y la literatura y la música eran mi único soporte. Me colapsé y tuve que ir de cabeza al psicólogo. Tenía 26 años cuando me encontré por primera vez con una psicoterapeuta; en realidad una arquitecta venezolana malreciclada en psicóloga de medio pelo. De hecho, la señora estaba más tarada que yo, porque de haber sido una auténtica profesional, al presentarle mi cuadro psicobiovivencial tendría que haberme derivado de urgencia a un psiquiatra «pata negra» que me indujera a la felicidad artificial del antidepresivo como primera medida preventiva.

"Dame veneno que quiero vivir"

«Dame veneno que quiero vivir»

Pero la psicología es un negocio como otro cualquiera, así que me hacía hermosos Diagramas de Venn sobre arquetipos del padre, el hijo y el adulto basados en no sé qué corrientes de análisis transaccional que en Barcelona en los 90 debían de estar de moda. Llegó a la conclusión de que mi madre era mi problema , que yo era muy valiente, inteligente y sólo necesitaba un empujoncito. Supongo que el empujoncito era humillarme con todas sus ganas, pues en la tercera sesión -mientras yo lloraba a moco tendido- me espetó : «Ay, mira, cómo sufre la pobrecita». Vi la psicópata que anidaba en ella, así que cogí la puerta y no quise saber más de aquella psicofreak.

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De esa nefanda experiencia generé un repudio generalizado hacia los psicólogos y psicoterapeutas que no pude ni puedo ya vencer. Así que intenté curarme sola y en la siguiente recaída (desde 1999 a finales de 2001), hice lo que pude gestionando mi lado oscuro con placebos hedonistas: cine, gastronomía fina, viajes, literatura de todas las manos posibles, sexo y flamenco hasta la extenuación. Pero no funcionó: el epicureismo no pudo vencer mi desarreglo neurofisiopsiquíatrico. A esas alturas -aunque yo no lo sabía- ya era una depresiva crónica sin diagnosticar: quienes sufren más de tres depresiones agudas en varios periodos de la vida adulta, se les considera crónicos. Eso lo supe quince años después.

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Sin medicación y pendulando entre la necesidad de salir del hoyo, la frustración, la culpabilidad y una autocompasión mórbida, mi cerebro empezaba a sufrir pequeños colapsos de memoria, coordinación de ideas y por supuesto, creatividad. En enero de 2002 mi doctora de cabecera, una sacerdotisa de Asclepio caída milagrosamente en la SS, me recetó antidepresivos por primera vez: seropram y me dio pastillas para dormir. Ella tenía la teoría de que la raíz de mi problema era un exceso de intensidad. Así que me di a las drogas de farmacia y ¡mano de santo! A los tres meses, coincidiendo con un nuevo trabajo, me vine arriba ¡ándele, ándele! Tal fue el éxito que al año y medio dejé la medicación y estaba como una flor: lozana, sana y montana.

"Por esta boquita entran  mil y una pastillitas"

«Por esta boquita entran mil y una pastillitas»

Pero perdí el trabajo por causas ajenas a mi voluntad y en medio año volví al foso. Porque el trabajo no dignifica, pero ¡coño, cómo distrae! He comprobado que estando activa y focalizando la atención fuera de mí los fantasmas se adormecen a las puertas del laberinto interior de una mente hiperactiva. En esta ocasión, los síntomas y conducta fueron diferentes: no lloraba, no perdí el apetito, no me desesperé, aunque la falta de sueño me estaba volviendo una zombie. Se arregló con pastillas, pero el antidepresivo que había tomado antes ya no me hacía efecto. Un psiquiatra de la SS me cambió el Seropram por Dobupal Retard 75 y al cabo de 6 semanas el cielo se abrió y un sol naciente anunció el fin de las tinieblas. Me fue perfecto y nuevamente a mediados de 2009, dejé la medicación y un trabajo tóxico, para darme el gusto de un año sabático.

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Aguanté dos años sin medicarme incentivando el pensamiento positivo, la buena vida (en aquel entonces tenía mucha pasta) y la felicidad convencional. Pero sin nada productivo que hacer, mi cerebro borracho de ocio recayó. Cansada de pastillas y convencida de que el origen de mis males era mi debilidad mental, busqué un evaluador psicológico que me escuchó, sacó conclusiones y me dijo que estaba sana psicológicamente pero que mostraba claros signos de fobia social y un nivel de ansiedad altísimo que debía ser controlado. Me recomendó leer “Cómo controlar la ansiedad antes de que le controle a usted” de Dr. Albert Ellis, una lectura dinámica con ejemplos que invitan a la analogía e identificación, pero a mí este tipo de libros no me sirven de nada. Mi autoayuda se genera con el movimiento, la acción e interacción intelectual y emocional, no sentada asimilando conceptos pasivos. Aunque sí aprendo en cabeza ajena, más aprendo en la mía que siempre me sorprende. Pero cuando todas mis fórmulas mágicas de «tirar pa’lante» se evaporaron, la tormenta se cernió sobre mi tercer ojo. Y volví a mi amada doctora de familia, que al verme entrar y oírme diez minutos me recetó de nuevo Dobupal.

Con el tercer ojo irritado, se desata la tormenta

Con el tercer ojo nublado, se desata la tormenta

En julio de 2013, cansada de estar en paro y queriendo cambiar de escenario, llegamos a Montevideo (mi hombre, mis gatos y yo). Yo con mi Dobupal, emocionalmente estable pero no feliz. Tuve que visitar a un psiquiatra privado para que me hiciera recetas cada dos meses pagándole por ello y la medicación un pastizal. Noté que la venlafaxina de aquí (o mi cuerpo en estas latitudes) no me funcionaba bien y volví otra vez a tontear con la melancolía y el insomnio. Dejé a este psiquiatra -que simplemente cobraba por recetarme- pero que me regaló otro diagnóstico pseudopoético: «Eres víctima de tu temperamento artístico«. A pesar de esta perla lo dejé a él y las pastillas en noviembre 2014. Pasé unos meses terribles hasta que en abril de 2015 encontré a una eminencia en Neurociencia y Psiquiatría. Entre su experiencia y la mía llegamos a la conclusión de que NO TENGO DEPRESIÓN.

Pero eso queda para otro post. Demasiados caracteres.

7 comentarios en “No tengo depresión: soy así (Parte I)

    • No me resultó nada fácil, Per. No estaba segura de querer exponer mi psique en la palestra. Pero creo que somos demasiad@s los que pasamos por estos mismos trances y a veces saber que no estás sol@ en la lucha es reconfortante.
      Celebro que te haya gustado. 🙂
      Gracias por leerme

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    • David, no sabes cómo aprecio tu aprobación!!! Eres un escritor lúcido y discreto, de los que a mí me gustan y celebro que el sentimiento sea recíproco.
      Tú tampoco eres un «juntaletras» (me encanta esta definición de plumilla-escritorzuelo-redactorcillovenidoamás). Me la voy a apropiar.
      Abrazos desde el recalentado cono sur
      Nos vamos siguiendo

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  1. Sólo con leerte intuyo que eres un persona inquieta y acelerada, de las que empiezan una cosa y ya están pensando en la siguiente. supongo que ese tipo de personalidad es complicada de retener en cosas repetitivas como el trabajo o incluso las relaciones personales porque acaban siendo aburridas..

    Las pastillas, supongo, bajan las revoluciones y lo hacen todo más llevadero, ¿no?

    Gracias por compartirlo.

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    • Lo cierto es que nunca dejo nada de lo que empiezo sin acabar. Pero no disfruto en empresas de largo recorrido, por eso no escribo novela y sí nanorrelato. Me aburre aquellos proyectos a los que no les veo el final.
      Gracias por leerme, B

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